martes, 30 de noviembre de 2010

Los chicos, Ana María Matute

Los chicos nos muestra el desprecio de los muchachos de un pueblo por los hijos de los reclusos de un penal cercano, contra los que mantienen una especie de guerra sorda hasta que el hijo del director de la prisión, cabecilla de los primeros, desencadena el ataque.

Se trata de un relato duro pero cargado de humanidad, especialmente por parte de la narradora, indiscutible voz de la autora. Y junto a su trama, podemos apreciar bellas pinceladas expresionistas del paisaje y certeras descripciones de los personajes. En suma, un texto en el que Ana María Matute muestra la percepción infantil e inocente de la realidad que tanto le gusta pero que oculta una fuerte crítica social.


Los chicos
[Cuento. Texto completo]


Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.

Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.

Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.

El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.

El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.

-Sois cobardes -nos dijo-. ¡Esos son pequeños!

No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el espíritu del mal.

-Bobadas -nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de admiración.

Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la cigarra entre la hierba del prado.) Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.

Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.

Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.

Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio, donde le aguardábamos. Las piedras caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas.

Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta.

Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.

Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico, poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros.

Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!

-¿No tienes aún bastante? -dijo en voz muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los colmillos salientes, brillaban al sol-. Toma, toma...

Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.

-Vamos -dijo-: Este ya tiene lo suyo-. Y le dio con el pie otra vez.

-¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!

Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le seguíamos.

Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.

El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda, renegrida, y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como otro cualquiera".

FIN

Ana María Matute. Premio Cervantes 2010

Biografía

Ana María fue la segunda de cinco hijos de una familia perteneciente a la pequeña burguesía catalana, conservadora y religiosa. Su padre, Facundo Matute, era un catalán propietario de una fábrica de paraguas. Durante su niñez, Matute vivió un tiempo considerable en Madrid, pero pocas de sus historias hablan sobre sus experiencias vividas en la capital de España.

Cuando Ana María Matute tenía cuatro años cae gravemente enferma. Por dicha razón, su familia la lleva a vivir con sus abuelos en Mansilla de la Sierra, un pueblo pequeño en las montañas riojanas. Matute dice que la gente de aquel pueblo la influenció profundamente. Dicha influencia puede ser vista en la obra antología Historias de la Artámila 1961, la cual trata de gente que Matute conoció en Mansilla.

Ana María Matute tenía diez años de edad cuando comenzó la Guerra Civil Española de 1936. La violencia, el odio, la muerte, la miseria, la angustia y la extrema pobreza que siguieron a la guerra marcaron hondamente a su persona y a su narrativa. La de Matute es la infancia robada por el trauma de la guerra y las consecuencias psicológicas del conflicto y la posguerra en la mentalidad de una niña, y una juventud marcada por la Guerra, se reflejan en sus primeras obras literarias centradas en los "los niños asombrados" que veían y, muy a pesar suyo, tenían que entender los sinsentidos que les rodeaban. Características neorrealistas pueden ser observadas en obras como en «Los Abel» (1948), «Fiesta al noroeste» (1953), «Pequeño teatro» (1954), «Los hijos muertos» (1958) o «Los soldados lloran de noche» (1964). En todas estas obras, la mirada protagonista infantil o adolescente es lo más sobresaliente y marca un distanciamiento afectivo entre realidad y sentimiento o entendimiento. Son obras que se inician con gran lirismo y poco a poco se sumergen en un realismo exacerbado.

Mientras vivió en Castilla y León asistía a un colegio religioso de Madrid. Escribe su primera novela Pequeño Teatro a los 17 años de edad, pero fue publicada 11 años más tarde. En 1949, escribe Luciérnagas y queda semifinalista del Premio Nadal, sin embargo, la censura impide la publicación.

En 17 de noviembre de 1952, Matute se casa con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea. En 1954 nace su hijo Juan Pablo, al que le ha dedicado gran parte de sus obras infantiles. Se separa de su esposo en el año 1963. Como resultado de las leyes españolas, Matute no tenía derecho a ver a su hijo después de la separación, ya que su esposo obtuvo la tutela del niño. Esto le provocó problemas emocionales.

En 1976 fue propuesta para el Premio Nobel de Literatura. Después de varios años de gran silencio narrativo, en 1984 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil con la obra «Sólo un pie descalzo». En 1996 publica Olvidado Rey Gudú y es elegida académica de la Real Academia Española de la Lengua donde ocupa el asiento K y se convierte en la tercera mujer aceptada dentro de ésta en los últimos 300 años.

Matute es también miembro honorario de la Hispanic Society of America. Existe un premio literario que lleva su nombre y sus libros han sido traducidos a 23 idiomas. En 2007 recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas al conjunto de su labor literaria. Asimismo, en noviembre de 2010 se le concede el Premio Cervantes, el más prestigioso de la lengua castellana.

Matute es profesora de la universidad y viaja a muchas ciudades para dar conferencias, especialmente a los Estados Unidos. Ella se da a conocer por sus discursos sobre los beneficios de los cambios emocionales, los cambios constantes del ser humano y cómo la inocencia nunca se pierde completamente. Ella dice que, aunque su cuerpo es viejo, su corazón todavía es joven.

Fuente: wikipedia.org


Club de Lectura, recreo 1 de diciembre


Os presentamos "La tarta embrujada" de 39 (simples) cuentos filosóficos, de R. Casati y A. Varzi. Os esperamos

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer

Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer

El Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (o DIEVCM), aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 50/134 el 17 de diciembre de 1999, se celebra anualmente cada 25 de noviembre, en memoria de las hermanas Mirabal.[1] La propuesta para que se celebrara en ese fecha la realizó la República Dominicana, con el apoyo de 60 países.

Historia

El motivo que llevó a la República Dominicana a solicitar este día fue por el macabro asesinato de las tres hermanas Mirabal, activistas políticas dominicanas, hecho que tuvo lugar el 25 de noviembre de 1960, por órdenes del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo.

En 1981 se celebró en Bogotá, Colombia, el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, donde se decidió marcar el 25 de noviembre como el Día Internacional de No Violencia contra las Mujeres, recordando el asesinato de las hermanas Mirabal.

En 1993 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, en la que se definió la "violencia contra la mujer" como
todo acto de violencia basado en el género que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psicológico, incluidas las amenazas, la coerción o la prohibición arbitraria de la libertad, ya sea que ocurra en la vía pública o en la vía privada.

En dicha Asamblea se reconoció que eran necesarios "una clara declaración de los derechos que se deben aplicar para asegurar la eliminación de toda violencia contra la mujer en todas sus formas, y un compromiso de los Estados y de la comunidad internacional en general para eliminar la violencia contra la mujer".[2]

El 17 de diciembre de 1999, la Asamblea General de las Naciones Unidas designó el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. La ONU invitó a gobiernos, organizaciones internacionales y organizaciones no gubernamentales a organizar actividades dirigidas a sensibilizar al público respecto del problema en este día como una celebración internacional.

El Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer (United Nations Development Fund for Women o Unifem, en inglés) también observa regularmente la jornada, y ofrece sugerencias para que otros las observen.

En octubre de 2006 se presentó el Estudio a fondo sobre todas las formas de violencia contra la mujer, que demuestra que existen obligaciones concretas de los Estados para prevenir esta violencia, para tratar sus causas (la desigualdad histórica y la discriminación generalizada), así como para investigar, enjuiciar y castigar a los agresores.

Problema en el ámbito mundial

Las mujeres de todo el mundo son objeto de violación, la violencia doméstica y otras formas de violencia, y a menudo están ocultas la escala y la verdadera naturaleza de la cuestión.

* En el mundo, una de cada cuatro mujeres ha sido violada en algún momento de su vida.
* Dependiendo del país, entre una y tres de cada cuatro mujeres son maltratadas físicamente en sus hogares de forma habitual.
* Cerca de 120 millones de mujeres han padecido mutilaciones genitales.
* Las violaciones han devastado mujeres, niñas y familias en los recientes conflictos en Ruanda, Camboya, Liberia, Perú, Somalia, Uganda y en la antigua Yugoslavia.

Fuente: www.wikipedia.org

Este jueves con motivo del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer se realizarán las siguientes actividades en la Biblioteca:
- Los alumnos Adrián Garrido (2ºE) y Ángela López (2ºB) intrpretarán la canción "Que nadie" de Manuel Carrasco
- Lectura realizada por alumnas de Proyecto Integrado de Educación Afectivo-Sexual sobre los principales mitos sobre las parejas que siguen existiendo en la juventud
- Performance sobre violencia hacia la mujer
- Vídeoclip : rap

lunes, 22 de noviembre de 2010

La última estación, los últimos días de Tolstoi



No importa si eres fan de la literatura rusa o no, cualquier película en la que la actuación menos destacada sea la del gran Paul Giamatti merece tu atención. Los últimos días de la vida del escritor León Tolstoi son el elegante e interesante contexto para traerte un banquete de extraordinarias interpretaciones. Basta con echar un vistazo a los nombres de sus protagonistas para comprender el considerable número de premios que ya ha conseguido: Helen Mirren, Christopher Plummer, James McAvoy y el mismo Giamatti. Profunda y conmovedora, con escenas cargadas de paisajes exquisitos, esta es una vez más la historia de la relevancia de los asistentes personales y su influencia sobre los grandes personajes.

El inolvidable James McAvoy avanza un paso más hacia la consagración temprana como el merecido heredero de Ewan McGregor en el trono de los más destacados actores británicos. Con pocas pero memorables actuaciones, el joven de 31 años nos recuerda en este filme a la interpretación que lo puso en el mapa de los grandes: Atonement (en español: Expiación, Deseo y Pecado). Esta vez no se trata de la antigua Inglaterra, sino de la antigua Rusia y es su personaje, Valentin Bulgakov, el que tiene el privilegio de convertirse en el secretario personal de León Tolstoi.

Gracias a la actuación impecable y magistral de Christopher Plummer, Tolstoi cobra vida en pantalla en una atmósfera bien recreada de la Rusia de 1910 (destaca el impresionante trabajo de vestuario) para debatirse entre su esposa, la condesa Sofia Tolstaya (encarnada por la fabulosa Helen Mirren) y su discípulo tolstoyanista favorito Vladimir Chertkov (Giamatti) con respecto al cambio en el testamento que otorga los derechos de su obra al pueblo ruso y no a su familia.

Ambos intentan influir en el novelista a través del inocente secretario Valentin, quien a su vez se cuestiona – en su caso, sobre sobre el celibato y el sexo – gracias a una bella discípula del movimiento, Masha, con quien a pesar de ser fiel seguidor del tolstoyanismo, vive un apasionado romance.

Sobre la lucha de todos por convencer a Tolstoi de cambiar o no su testamento, sobresale una Helen Mirren fuerte, pletórica e intensa; dueña de un personaje complejo y difícil como lo es la furiosa, enamorada, temperamental y fascinante condesa Tolstaya. Memorable.

Profunda, trascendental, con inesperados tintes de humor en una atmósfera trágica y naturalmente dramática (propia de los últimos días de cualquier gran hombre), “La Última Estación” resultará magnífica para cualquier amante del cine.


Fuente: http://cinescopia.com

domingo, 21 de noviembre de 2010

Pájaro herido, Alfonso Canales


Vuelo inútil : la luna ya ha perdido tu espíritu
y tu canto ya tiene por estela el silencio.
Pronto, estrella llovida, recipiente de nada,
nublarás unas flores o el brillo de una piedra.

Ni un rumor, ni una lágrima multiplican tu muerte,
ni un suspiro da eco tristemente a tu pico:
nadie siente que pierdas tu lugar en el aire
y que, al igual que duermen peces entre las olas
y hombres entre la tierra, no tengas tu descanso
en los azules vientos que acarician tus alas.

Y las nubes ya saben que es tu último,
y que, pronto tu boca la canción de tu vida
cantará silenciosa: pero guardan su llanto,
pero guardan su llanto para los olivares.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Muere el poeta Alfonso Canales, Premio Nacional de Literatura en 1956

El poeta malagueño Alfonso Canales, Premio Nacional de Literatura en 1956, ha fallecido a los 87 años y será enterrado este viernes en el Parque Cementerio de Málaga, según han informado fuentes de su familia.

Doctor en Derecho, también ejerció la abogacía; fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Málaga en 2005 y obtuvo el Premio Nacional de Literatura por su libro Aminadab, el Premio de la Crítica en 1973 por Réquiem Andaluz y el Primer Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla por El puerto.

En colaboración con el también poeta José Antonio Muñoz Rojas lanzó en 1950 la revista Papel azul y la colección poética Quien va conmigo, y también formó parte del grupo fundador de la revista Caracola.

Sus poemas han sido traducidos al francés y al italiano y, entre sus obras, destacan Sonetos de color, de 1943, o Glosa, de 1982.

Nacido el 31 de marzo de 1923, presidió la Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga durante 20 años hasta 2006, año en que recibió la Medalla de Oro de la Provincia de Málaga, y atesoraba una valiosa biblioteca con más de 100.000 volúmenes, entre ellos varios incunables y obras fechadas a partir del siglo XV.

Cuando en 2007 se descubrió en Málaga, de donde es Hijo Predilecto, un busto en los jardines que llevan su nombre, afirmó que esa escultura garantizaba la presencia de su figura entre los árboles, las flores y sus descendientes al menos durante algún tiempo posterior a la caducidad del original.


Fuente: EFE - MÁLAGA

viernes, 12 de noviembre de 2010

Para los jóvenes

No volveré a ser joven, Jaime Gil de Biedma

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra

jueves, 11 de noviembre de 2010

Muere el poeta Carlos Edmundo de Ory


"Que me entierren vestido de payaso". Carlos Edmundo de Ory, que había nacido en Cádiz el 27 de abril de 1923, ha muerto de leucemia esta madrugada en su casa de Thezy-Glimont, cerca de Amiens, pero no sabemos si harán caso a ese "aerolito" suyo a la hora de enterrarlo. Ory llamaba aerolitos a sus aforismos, mezcla de chispa poética y reflexión filosófica (a veces metafísica, a veces patafísica) en la que se puede rastrear el autorretrato de un hombre que se definió a sí mismo como "solipsista, apátrida y rabiosamente hereje"

"Sólo lo extraño me es familiar", escribió. Y también: "¡Escritores, escoged!: el estilo o la Revolución". Él eligió la revolución, aunque la escribiera con mayúscula. Hijo del modernista Eduardo de Ory, Carlos Edmundo publicó Versos de pronto, su primera colección de poemas, en 1945. Ese mismo año participó en la fundación del postismo, una suerte de neosurrealismo que, a través de la revista del mismo nombre introdujo la cuña de la vanguardia en los incipientes debates literarios entre tradicionalistas y poetas sociales. El poeta gaditano tuvo a su lado a Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi, pero en la misma órbita estuvieron también, al menos por un tiempo, autores como Gabino Alejandro Carriedo y Ángel Crespo.

Por entonces Carlos Edmundo de Ory vivía ya en Madrid trabajaba como bibliotecario y colaboraba en diversas revistas literarias. Eran los años en que, junto a José García Nieto, José Luis Abellán y otros gaditanos como José Manuel Caballero Bonald y Fernando Quiñones, se dejaba caer los sábados por la tertulia que Camilo José Cela abría en su casa de Ríos Rosas. Caballero Bonald retrata aquella época en el arranque del segundo tomo de sus memorias, La costumbre de vivir. Allí retrata a su paisano reconociendo "sin ninguna vanagloria y sobrada machaconería de párvulo que su obra representaba en aquel momento lo que la de Rubén Darío a principios de siglo".

Los problemas del postismo con la "autoridad competente" y, de paso, con la autoridad literaria, llevaron a su fundador a instalarse en París en 1953. Daba comienzo así un exilio que le llevaría a trabajar como profesor en Perú durante un año antes de volver a Francia. En Amiens y a partir de 1967, volvió a trabajar como bibliotecario y a fundar, tirando del hilo de la contracultura y la agitación que pondría París patas arriba poco después, el Atelier de Poésie Ouverte (A.P.O.).

Poesía abierta se llamaba precisamente el volumen que Jaume Pont preparó en 1974 con la poesía de Carlos Edmundo de Ory. Lo editó Barral cuatro años después que otro volumen preparado por Félix Grande y tres antes de que Cátedra, de la mano de Rafael de Cózar, publicara la antología Metanoia en su colección de Letras Hispánicas, la negra, una serie que todavía hoy sirve de consagración académica para los autores que incluye. En 2003, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores publicó, preparada de nuevo por Jaume Pont, una amplia selección de poemas (de 1941 a 2001) titulada Música de lobo.

El título de un libro de poemas nunca es gratuito y en este, que retomaba uno de los años setenta, menos que en ninguno, porque Ory, una vez abandonada la manada madrileña de sus primeros años, siempre fue un lobo estepario con más prestigio tal vez que lectores. En eso su destino era igual al de la poesía misma.

Barroco, romántico, simbolista y vanguardista, el autor de Energeia, Miserable ternura y Melos melancolía pertenece a la estirpe de los poetas visionarios, siempre al límite de la razón pero sin perderla del todo, consciente de la resaca que sigue a una borrachera de imágenes. "Soy el vocero del Silencio", dice en otro de sus aerolitos un autor que, por otro lado, cultivó como pocos en el siglo XX una forma tan cerrada y difícil como el soneto. "Que sea la sombra del fuego / mi Poesía", escribió en un poema titulado Poética.

"Si te gusta ser llamado poeta desde joven, cuida de vivir poco. Toda una larga vida con un pequeño mote es ridículo", dice en otro aerolito. Carlos Edmundo de Ory no ha muerto joven, aunque la gente que ama la vida -y el erotismo es constante en su obra- muera siempre demasiado pronto. Autorretrato final para todo un carácter: "Me extraña la palabra amor en el verbo amordazar".

lunes, 8 de noviembre de 2010

Lecturas para el miércoles 10

Se leerán en la Biblioteca dos relatos de Lev Tolsoti que aquí reproducimos


Melania y Akulina
[Cuento. Texto completo]


Aquel año llegó pronto la Semana Santa. Apenas se había terminado de viajar en trineo, la nieve cubría aún los patios y por la aldea fluían algunos riachuelos. En un callejón, entre dos patios, se había formado una charca. Dos chiquillas de dos casas distintas -una pequeña y la otra un poco mayor- se encontraban en la orilla. Ambas tenían vestidos nuevos: azul, la más pequeña; y amarillo, con dibujos, la mayor. Y las dos llevaban pañuelos rojos en la cabeza. Al salir de misa, corrieron a la charca y, tras enseñarse sus ropas, se habían puesto a jugar. La pequeña quiso entrar en el agua sin quitarse los zapatos; pero la mayor le dijo:

-No hagas eso, Melania; tu madre te va a pelear. Me descalzaré; descálzate tú también.

Se quitaron los zapatos, se metieron en la charca y se encaminaron una al encuentro de la otra. A Melania le llegaba el agua hasta los tobillos.

-Esto está muy hondo; tengo miedo, Akulina.

-No te preocupes, la charca no es más profunda en ningún otro sitio. Ven derecho hacia donde estoy.

Cuando ya iban juntas, Akulina dijo:

-Ten cuidado, Melania, anda despacio para no salpicarme.

Pero, apenas hubo pronunciado estas palabras, Melania dio un traspié y salpicó el vestidito de su amiga. Y no sólo el vestidito sino también sus ojos y su nariz. Al ver su ropa nueva manchada, Akulina se enojó con Melania y corrió hacia ella, con intención de pegarle. Melania tuvo miedo; comprendió que había hecho un desaguisado y se precipitó fuera del charco, con la intención de correr hacia su casa. En aquel momento pasaba por allí la madre de Akulina. Al reparar en que su hija tenía el vestido manchado, le gritó:

-¿Dónde te has puesto así, niña desobediente?

-Ha sido Melania. Me ha salpicado a propósito.

La madre de Akulina agarró a Melania y le propinó un golpe en la cabeza. La pequeña alborotó con sus gritos toda la calle y no tardó en acudir su madre.

-¿Por qué le pegas a mi hija? -exclamó, y se puso a discutir con su vecina. Las dos mujeres se insultaron. Los campesinos salieron de sus casas y la gente se aglomeró en la calle. Todos gritaban, pero nadie escuchaba al otro. En la pelea, se empujaron entre sí y ya era inminente una batalla, cuando intervino una vieja, la abuela de Akulina. Se adelantó hacia el grupo de los campesinos y comenzó a suplicarles que se calmasen.

-¿Qué hacen? En un día tan sagrado, deberían regocijarse en vez de pecar de este modo.

Pero nadie hizo caso de la viejecita y poco faltó para que la derribaran. Nada hubiera podido conseguir, a no ser por Akulina y Melania. Mientras las mujeres se peleaban, Akulina había limpiado las manchas del vestido y había salido de nuevo hacia la charca. Tomó una piedra y con ella apartó la tierra para que el agua corriera por la calle. Melania se acercó a ayudarla con una astillita. Así, el agua llegó al sitio en que la andana trataba de separar a los contendientes. Las niñas venían corriendo a ambos lados del arroyo:

-¡Alcánzala! ¡Melania, alcánzala! -gritaba Akulina. La pequeña no podía replicar, ahogada por la risa. Y las dos niñas siguieron corriendo, divertidas con la astillita que el agua arrastraba. Llegaron junto a los campesinos. Al verlas, la vieja exclamó, dirigiéndose a estos:

-¡Teman a Dios! Están peleando precisamente por causa de estas dos niñas, cuando ellas se han olvidado de todo hace rato y juegan en amor y compañía. Son más inteligentes que todos ustedes.

Los hombres miraron a las niñas y se avergonzaron de su proceder. Luego, se burlaron de sí mismos y cada cual se volvió a su casa.

FIN



LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ


En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor. Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países.
Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarle.
El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:
—Yo sé el remedio: la única medicina para vuestros males, Señor. Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.
Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra, pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de amor, y quien lo tenía se quejaba de los hijos.
Mas una tarde, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea:
—¡Qué bella es la vida! Con el trabajo realizado, una salud de hierro y afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?
Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente:
—Traed prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida!
En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del gobernante.
Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante, mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!
—Señor -contestaron apenados los mensajeros-, el hombre feliz no tiene camisa


miércoles, 3 de noviembre de 2010

Lectura en la Biblioteca

Hoy los alumnos leerrán el siguiente cuento de Tolstoi

Después del baile
[Cuento. Texto completo]

León Tolstoi

-Usted sostiene que un hombre no puede comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, que todo es resultado del ambiente y que éste absorbe al ser humano. Yo creo, en cambio, que todo depende de las circunstancias. Me refiero a mí mismo.

Así habló el respetable Iván Vasilevich, después de una conversación en que habíamos sostenido que, para perfeccionarse, es necesario, ante todo, cambiar las condiciones del ambiente en que se vive. En realidad, nadie había dicho que uno mismo no puede comprender lo que está bien y lo que está mal; pero Iván Vasilevich tenía costumbre de contestar a las ideas que se le ocurrían y, con ese motivo, relatar episodios de su propia vida. A menudo, se apasionaba tanto, que llegaba a olvidar por qué había empezado el relato. Solía hablar con gran velocidad. Así lo hizo también estaba vez.

-Hablaré de mí mismo. Si mi vida ha tomado este rumbo no es por el ambiente, sino por algo muy distinto.

-¿Por qué? -preguntamos.

-Es una historia muy larga. Para comprenderla habría que contar muchas cosas.

-Pues, cuéntelas.

Iván Vasilevich movió la cabeza, sumiéndose en reflexiones.

-Mi vida entera ha cambiado por una noche, o mejor dicho, por un amanecer.

-¿Qué le ocurrió?

-Estaba muy enamorado. Antes ya lo había estado muchas veces; pero aquél fue mi gran amor. Esto pertenece al pasado. Ella tiene ya hijas casadas. Se trata de B***. Sí, de Varenka V***… -Iván Vasilevich nos dijo el apellido-. A los quince años era ya una belleza notable, y a los dieciocho esta encantadora era esbelta, llena de gracia y majestad, sobre todo de majestad. Se mantenía muy erguida, como si no pudiera tener otra actitud. Llevaba la cabeza alta, lo que, unido a su belleza y a su estatura, a pesar de su extremada delgadez, le daba un aire regio que hubiera infundido respeto, a no ser por la sonrisa, alegre y afectuosa, de sus labios y de sus encantadores y brillantes ojos. Todo su ser emanaba juventud y dulzura.

-Qué bien la describe, Iván Vasilevich.

-Por mucho que me esmere, nunca podré hacerlo de modo que comprendan ustedes cómo era. Lo que voy a contarles ocurrió entre los años 1840 y 1850. En aquella época, yo era estudiante de una universidad de provincia. No sé si eso estaba bien o mal; pero el caso es que, por aquel entonces, los estudiantes no tenían círculos ni teoría política alguna. Éramos jóvenes y vivíamos como le es propio a la juventud: estudiábamos y nos divertíamos. Yo era un muchacho alegre y vivaracho y, además, tenía dinero. Poseía un magnífico caballo, paseaba en trineo con las muchachas -aún no estaba de moda patinar-, me divertía con mis camaradas y bebía champaña. Si no había dinero, no bebíamos nada; pero no como ahora, que se bebe vodka. Las veladas y los bailes constituían mi mayor placer. Bailaba perfectamente y era un hombre bien parecido.

-No se haga el modesto -lo interrumpió una dama, que estaba entre nosotros-. Hemos visto su fotografía de aquella época. No es que estuviera bastante bien; era un hombre muy guapo.

-Bueno, como quiera; pero no se trata de eso. Por aquel entonces estaba muy enamorado de Varenka. El último día de carnaval asistí a un baile en casa del mariscal de la nobleza de la provincia, un viejo chambelán de la corte, rico, bondadoso y muy hospitalario. Su mujer, tan amable como él, recibió a los invitados luciendo una diadema de brillantes y un vestido de terciopelo, que dejaba al descubierto su pecho y sus hombros, blancos y gruesos, que recordaban los retratos de la emperatriz Elizaveta Petrovna. Fue un baile magnífico. En la espléndida sala había un coro, una célebre orquesta compuesta por los siervos de un propietario aficionado a la música, un buffet exquisito y un mar de champaña. No bebía, a pesar de ser aficionado al champaña, porque estaba ebrio de amor. Pero, en cambio, bailé cuadrillas, valses y polkas hasta extenuarme; y, como es natural, siempre que era posible, con Varenka. Llevaba un vestido blanco con cinturón rosa y guantes blancos de cabritilla, que le llegaban hasta los codos agudos, y escarpines de satín blancos. Un antipático ingeniero, llamado Anisimov, me birló la mazurca -aún no he podido perdonárselo- invitando a Varenka en cuanto entró en la sala; yo me había entretenido en la peluquería y en comprar un par de guantes. Bailé esa mazurca con una muchachita alemana, a la que antaño había cortejado un poco. Me figuro que aquella noche fui muy descortés con ella; no le hablé ni la miré, siguiendo constantemente la esbelta figura de Varenka, vestida de blanco, y su resplandeciente rostro encendido con hoyuelos en las mejillas y sus bellos ojos cariñosos. Y no era el único. Todos la contemplaban, tanto los hombres como las mujeres, a pesar de que las eclipsaba. Era imposible no admirarla.

"Según las reglas, no bailé con Varenka aquella mazurca; pero, en realidad, bailamos juntos casi todo el tiempo. Sin turbarse atravesaba la sala, dirigiéndose a mí y yo me levantaba de un salto, antes que me invitara. Varenka me agradecía mi perspicacia con una sonrisa. Cuando no adivinaba mi “cualidad”, mientras daba la mano a otro, se encogía de hombros y me sonreía con expresión compasiva, como si quisiera consolarme.

"Cuando bailábamos algún vals, Varenka sonreía diciéndome, con respiración entrecortada: Encore. Y yo seguía dando vueltas y más vueltas sin sentir mi propio cuerpo."

-¿Cómo no lo iba a sentir? Supongo que, al enlazar el talle de Varenka, hasta sentiría el cuerpo de ella -dijo uno de los presentes.

Súbitamente, Iván Vasilevich enrojeció y exclamó, casi a voz en grito:

-¡Así son ustedes, los jóvenes de hoy día! No ven nada excepto el cuerpo. En nuestros tiempos era distinto. Cuanto más enamorado estaba, tanto más inmaterial era Varenka para mí. Ustedes sólo ven los tobillos, las piernas y otras cosas; suelen desnudar a la mujer de la que están enamorados. En cambio, para mí, como decía Alfonso Karr -¡qué buen escritor era!- el objeto de mi amor se me aparecía con vestiduras de bronce. En vez de desnudar a la mujer, tratábamos de cubrir su desnudez, lo mismo que el buen hijo de Noé. Ustedes no pueden comprender esto…

-No le haga caso; siga usted -intervino uno de nosotros.

-Bailé casi toda la noche, sin darme cuenta de cómo pasaba el tiempo. Los músicos ya repetían sin cesar el mismo tema de una mazurca, como suele suceder al final de un baile. Los papás y las mamás, que jugaban a las cartas en los salones, se habían levantado ya, en espera de la cena; y los lacayos pasaban, cada vez con mayor frecuencia, llevando cosas. Eran más de las dos de la madrugada. Era preciso aprovechar los últimos momentos. Volví a invitar a Varenka y bailamos por centésima vez.

"-¿Bailará conmigo la primera cuadrilla, después de cenar? -le pregunté, mientras la acompañaba a su sitio.

"-Desde luego, si mis padres no deciden irse en seguida -me replicó, con una sonrisa.

"-No lo permitiré -exclamé.

"-Devuélvame el abanico -dijo Varenka.

"-Me da pena dárselo -contesté, tendiéndole su abanico blanco, de poco valor.

"-Tenga; para que no le dé pena -exclamó Varenka, arrancando una pluma, que me entregó.

"La cogí; pero únicamente pude expresarle mi agradecimiento y mi entusiasmo con una mirada. No sólo estaba alegre y satisfecho, sino que me sentía feliz y experimentaba una sensación de beatitud. En aquel momento, yo no era yo, sino un ser que no pertenecía a la tierra, que desconocía el mal y sólo era capaz de hacer el bien.

"Guardé la pluma en un guante; y permanecí junto a Varenka, sin fuerzas para alejarme.

"-Fíjese; quieren que baile papá -me dijo señalando la alta figura de su padre, un coronel con charreteras plateadas, que se hallaba en la puerta de la sala con la dueña de la casa y otras damas.

"-Varenka, ven aquí -oímos decir a aquélla.

"Varenka se acercó a la puerta y yo la seguí.

"-Ma chère, convence a tu padre para que baile contigo. Ande, haga el favor, Piotr Vasilevich -añadió la dueña de la casa, dirigiéndose al coronel.

"El padre de Varenka era un hombre erguido, bien conservado, alto y apuesto, de mejillas sonrosadas. Llevaba el canoso bigote à lo Nicolás I, y tenía las patillas blancas y el cabello de las sienes peinado hacia delante. Una sonrisa alegre, igual que la de su hija, iluminaba tanto su boca como sus ojos. Estaba muy bien formado; su pecho -en el que ostentaba algunas condecoraciones- y sus hombros eran anchos, y sus piernas, largas y delgadas. Era un representante de ese tipo de militar que ha producido la disciplina del emperador Nicolás.

"Cuando nos acercamos a la puerta, el coronel se negaba diciendo que había perdido la costumbre de bailar. Sin embargo, pasando la mano al costado izquierdo, desenvainó la espada, que entregó a un joven servicial y, poniéndose el guante en la mano derecha, -en aquel momento dijo con una sonrisa: 'Todo debe hacerse según las reglas'-, tomó la mano de su hija, se volvió de medio lado y esperó para entrar al compás.

"A las primeras notas del aire de la mazurca, dio un golpe con un pie, avanzó el otro y su alta figura giró en torno a la sala, ora despacio y en silencio, ora ruidosa e impetuosamente. Varenka giraba y tan pronto acortaba, tan pronto alargaba los pasos, para adaptarlos a los de su padre. Todos los asistentes seguían los movimientos de la pareja. En cuanto a mí, no sólo los admiraba, sino que sentía un enternecimiento lleno de entusiasmo. Me gustaron sobre todo las botas del coronel, que no eran puntiagudas, como las de moda, sino antiguas, de punta cuadrada y sin tacones. Por lo visto, habían sido fabricadas por el zapatero del batallón. 'Para poder vestir a su hija y hacerla alternar, se conforma con unas botas de fabricación casera y no se compra las que están de moda', pensé, particularmente enternecido por aquellas puntas cuadradas. Sin duda, el coronel había bailado bien en sus tiempos; pero entonces era pesado y sus piernas no tenían bastante agilidad para los bellos y rápidos pasos que quería realizar. Sin embargo, dio dos vueltas a la sala. Finalmente separó las piernas, volvió a juntarlas y, aunque con cierta dificultad, hincó una rodilla en tierra y Varenka pasó graciosamente junto a él con una sonrisa, mientras se arreglaba el vestido, que se le había enganchado. Entonces todos aplaudieron con entusiasmo. Haciendo un esfuerzo, el coronel se levantó; y, cogiendo delicadamente a su hija por las orejas, la besó en la frente y la acercó a mí, creyendo que me tocaba bailar con ella. Le dije que yo no era su pareja.

"-Es igual, baile con Varenka -replicó, con una sonrisa llena de afecto, mientras colocaba la espada en la vaina.

"Lo mismo que el contenido de un frasco sale a borbotones después de haber caído la primera gota, mi amor por Varenka parecía haber desencadenado la capacidad de amar, oculta en mi alma. En aquel momento, mi amor abarcaba al mundo entero, Quería a la dueña de la casa con su diadema y su busto semejante al de la emperatriz Elizaveta, a su marido, a los invitados, a los lacayos e incluso al ingeniero Anisimov, que estaba resentido conmigo. Y el padre de Varenka, con sus botas y su sonrisa afectuosa parecida a la de ella, me provocaba un sentimiento lleno de ternura y entusiasmo.

"Terminó la mazurca; los dueños de la casa invitaron a los presentes a cenar; pero el coronel B*** no aceptó, diciendo que tenía que madrugar al día siguiente. Me asusté, creyendo que se llevaría a Varenka; pero ésta se quedó con su madre.

"Después de cenar, bailamos la cuadrilla que me había prometido. Me sentía infinitamente dichoso; y, sin embargo, mi dicha aumentaba sin cesar. No hablamos de amor, no pregunté a Varenka ni me pregunté a mí mismo si me amaba. Me bastaba quererla a ella. Lo único que temía era que algo echase a perder mi felicidad.

"Al volver a mi casa, pensé acostarme; pero comprendí que era imposible. Tenía en la mano la pluma de su abanico y uno de sus guantes, que me había dado al marcharse, cuando la ayudé a subir al coche, tras de su madre. Miraba estos objetos y, sin cerrar los ojos, veía a Varenka ante mí. Me la representaba en el momento en que, eligiéndome entre otros hombres, adivinaba mi 'cualidad', diciendo con su voz agradable: '¿El orgullo? ¿No es eso?', mientras me daba la mano con expresión alegre; o bien, cuando se llevaba la copa de champaña a los labios y me miraba de reojo, con afecto. Pero, sobre todo, la veía bailando con su padre, con sus movimientos graciosos, mirando, orgullosa y satisfecha, a los espectadores que los admiraban. E, involuntariamente, los unía en aquel sentimiento tierno y delicado que me embargaba.

"Vivía solo con mi difunto hermano. No le gustaba la sociedad y no asistía a los bailes; además, en aquella época preparaba su licenciatura y hacía una vida muy metódica. Estaba durmiendo. Contemplé su cabeza, hundida en la almohada, casi cubierta con una manta de franela, y sentí pena porque no conociera ni compartiera mi felicidad. Nuestro criado Petroshka, un siervo, me salió al encuentro con una vela y quiso ayudarme a los preparativos de la noche; pero lo despedí. Su cara adormilada y sus cabellos revueltos me emocionaron. Procurando no hacer ruido, me dirigí, de puntillas, a mi habitación, donde me senté en la cama. No podía dormir; era demasiado feliz. Además, tenía calor en aquella habitación, tan bien caldeada. Sin pensarlo más, me dirigí silenciosamente a la antesala, me puse el gabán y salí a la calle.

"El baile había terminado después de las cuatro. Y ya habían transcurrido dos horas, de manera que ya era de día. Hacía un tiempo típico de Carnaval; había niebla, la nieve se deshelaba por doquier, y caían gotas de los tejados. Los B*** vivían entonces en un extremo de la ciudad, cerca de una gran plaza, en la que a un lado había paseos y al otro un instituto de muchachas. Atravesé nuestra callejuela, completamente desierta, desembocando en una gran calle, donde me encontré con algunos peatones y algunos trineos que transportaban leña. Tanto los caballos que avanzaban con paso regular, balanceando sus cabezas mojadas bajo las dugas brillantes, como los cocheros cubiertos con harpilleras, que chapoteaban en la nieve deshelada, con sus enormes botas, y las casas, que daban la impresión de ser muy altas entre la niebla, me parecieron importantes y agradables.

"Cuando llegué a la plaza, al otro extremo, en dirección a los paseos, distinguí una gran masa negra y oí sones de una flauta y de un tambor. En mi fuero interno oía constantemente el tema de la mazurca. Pero estos sones eran distintos; se trataba de una música ruda y desagradable.

“'¿Qué es eso?', pensé, mientras me dirigía por el camino resbaladizo en dirección a aquellos sones. Cuando hube recorrido unos cien pasos, vislumbré a través de la niebla muchas siluetas negras. Debían de ser soldados. 'Probablemente están haciendo la instrucción', me dije, acercándome a ellos en pos de un herrero con pelliza y delantal mugrientos, que llevaba algo en la mano. Los soldados, con sus uniformes negros, formaban dos filas, una frente a la otra, con los fusiles en descanso. Tras de ellos, el tambor y la flauta repetían sin cesar una melodía desagradable y chillona.

"-¿Qué hacen? -pregunté al herrero que estaba junto a mí.

"-Están castigando a un tártaro, por desertor -me contestó, con expresión de enojo, mientras fijaba la vista en un extremo de la filas.

"Miré en aquella dirección y vi algo horrible que se acercaba entre las dos filas de soldados. Era un hombre con el torso desnudo, atado a los fusiles de dos soldados que lo conducían. A su lado avanzaba un militar alto, con gorra y capote, que no me fue desconocido. Debatiéndose con todo el cuerpo chapoteando en la nieve, deshelada, la víctima venía hacia mí bajo una lluvia de golpes que le caían encima por ambos lados. Tan pronto se echaba hacia atrás y entonces los soldados lo empujaban, tan pronto hacia delante y, entonces, tiraban de él. El militar alto seguía, con sus andares firmes, sin rezagarse. Era el padre de Varenka, con sus mejillas sonrosadas y sus bigotes blancos.

"A cada vergajazo, el tártaro se volvía con expresión de dolor y de asombro hacia el lado de donde provenía, repitiendo unas palabras y enseñando sus dientes blancos. Cuando estuvo más cerca, pude distinguirlas. Exclamaba sollozando: '¡Hermanos, tengan compasión!, ¡Hermanos, tengan compasión!' Pero sus hermanos no se apiadaban de él. Cuando la comitiva llegó a la altura en que me encontraba, el soldado que estaba frente a mí dio un paso con gran decisión y, blandiendo con energía el vergajo, que silbó, lo dejó caer sobre la espalda del tártaro. Éste se echó hacia delante, pero los soldados lo retuvieron y recibió un golpe igual desde el otro lado. De nuevo llovieron los vergajos, ora desde la derecha, ora desde la izquierda… El coronel seguía andando, a ratos miraba a la víctima, a ratos bajo sus propios pies; aspiraba el aire y lo expelía, despacio, por encima de su labio inferior. Cuando hubieron pasado, vislumbré la espalda de la víctima entre la fila de soldados. La tenía magullada, húmeda y tan roja que me resistí a creer que pudiera ser la espalda de un hombre.

"-¡Oh, Dios mío! -pronunció el herrero.

"La comitiva se iba alejando. Los golpes seguían cayendo por ambos lados sobre aquel hombre, que se encogía y tropezaba. El tambor redoblaba lo mismo que antes y se oía el son de la flauta. Y lo mismo que antes, la apuesta figura del coronel avanzaba junto a la víctima. Pero, de pronto, se detuvo; y, acercándose apresuradamente a uno de los soldados, exclamó:

"-¡Ya te enseñaré! ¿Aún no sabes azotar como es debido?

"Vi cómo abofeteaba con su mano enguantada a aquel soldado atemorizado, enclenque y bajito, porque no había dejado caer el vergajo con bastante fuerza sobre la espalda enrojecida del tártaro.

"-¡Que traigan vergajos nuevos! -ordenó.

"Al volverse se fijó en mí y, fingiendo que no me había conocido, frunció el ceño, con expresión severa e iracunda, y me dio la espalda. Me sentí tan avergonzado como si me hubiesen sorprendido haciendo algo reprensible. Sin saber dónde mirar, bajé la vista y me dirigí apresuradamente a casa. Durante el camino, no cesaba de oír el redoble del tambor, el son de la flauta, las palabras de la víctima 'Hermanos, tengan compasión', y la voz irritada y firme del coronel gritando. '¿Aún no sabes azotar como es debido?' Una angustia casi física, que llegó a provocarme náuseas, me obligó a detenerme varias veces. Me parecía que iba a devolver todo el horror que me había producido aquel espectáculo. No recuerdo cómo llegué a casa ni cómo me acosté. Pero en cuanto empecé a conciliar el sueño, volví a oír y a ver aquello y tuve que levantarme.

“'El coronel debe de saber algo que yo ignoro -pensé-. Si supiera lo que él sabe, podría comprender y no sufriría por lo que acabo de ver.' Pero, por más que reflexioné, no pude descifrar lo que sabía el coronel. Me quedé dormido por la noche, y sólo después de haber estado en casa de un amigo, donde bebí hasta emborracharme.

"¿Creen ustedes que entonces llegué a la conclusión de que había presenciado un acto reprensible? ¡Nada de eso! 'Si esto se hace con tal seguridad, y todos admiten que es necesario, es que saben algo que yo ignoro', me decía, procurando averiguar lo que era. Sin embargo, nunca lo conseguí. Por tanto, no pude ser militar como había sido mi deseo. Tampoco pude desempeñar ningún cargo público, ni he servido para nada, como ustedes saben."

-¡Bien conocemos su inutilidad! -exclamó uno de nosotros-. Es mejor que nos diga cuántos seres inútiles existirían, a no ser por usted.

-¡Qué tonterías! -replicó Iván Vasilevich con sincero enojo.

-¿Y qué pasó con su amor? -preguntamos.

-¿Mi amor? Desde aquel día empezó a decrecer. Cuando Varenka y yo íbamos por la calle y se quedaba pensativa, con una sonrisa, cosa que le ocurría a menudo, inmediatamente recordaba al coronel en la plaza; y me sentía violento y a disgusto. Empecé a visitarla con menos frecuencia. Así fue como se extinguió mi amor. Ya ven ustedes cómo las circunstancias pueden cambiar el rumbo de la vida de un hombre. Y usted dice… -concluyó.

FIN

CENTENARIO DE LA MUERTE DE TOLSTOI


No son pocos los escritores, críticos o simples lectores que coinciden con este juicio. Cuando se habla de Tolstói, los epítetos de desmesura se repiten: titán, coloso, gigante, sobrehumano… Tal vez por ello, cohibido por las proporciones hercúleas, el lector de nuestros días se haya ido alejando del autor de Guerra y paz para acercarse al de Crimen y castigo, más cercano, en sus angustias e incertidumbres, al atribulado hombre contemporáneo.

Y, sin embargo, una vez descontadas sus ideas más radicales, (el anarquismo pacifista, el vegetarianismo, el rechazo de la sexualidad y de la sociedad urbana, el ingenuo retorno a la naturaleza), aún nos queda un novelista prodigioso, arrollador, tan irresistible que al llegar a la última página de cualquiera de sus grandes obras, pensamos que nada de su mundo ha quedado fuera de ellas.

“Si el mundo en persona supiera escribir, escribiría como Tolstói”, declaró otro gran escritor ruso, Isaak Babel. De la interioridad más sutil a las grandes escenas históricas, de la alegría a la tragedia, del mujik al aristócrata, del sexo a la muerte, pasando por la violencia, la injusticia, la hipocresía social o el anhelo religioso, nada escapa al genio épico de Tolstói.

¿Qué obra actual es más descarnada que la Sonata a Kreutzer en el tratamiento de la pareja? ¿Cuál es capaz de transmitirnos una angustia más insoportable ante la muerte que La muerte de Ivan Illich? ¿Qué monumento narrativo puede competir en nuestros días con Guerra y paz o Ana Karenina a la hora de retratar de manera exhaustiva la interioridad de un personaje (hombre o mujer), sin descuidar el complejo entramado social en el que se debate?

En esto reside lo milagroso de su genio: sentimos que hay más vida entre sus páginas que cuando las cerramos y salimos a la calle, no importa que nos hable de militares rusos de hace 200 años, adúlteras moscovitas de más de un siglo o cornudos de levita y cuello duro.

Te invitamos, en el centenario de su muerte, a comprobar la vigencia de uno de los mayores genios de la literatura.
Fuente: http://madrid.cuadernosciudadanos.net